lunes, 26 de enero de 2015

Siempre quise tener superpoderes.

Siempre quise tener algún superpoder de pequeña, supongo que muchos en su más tierna infancia, también rumiaban pensamientos parecidos; de hecho, ya lo dije en esta entrada sobre cosas que me gustaría que me sucedieran antes de morir. El caso es que había dos que me llamaban poderosamente la atención: la teletransportación, interés suscitado sin duda por mi “perritis aguda” cada mañana al intentar levantarme para ir al colegio, y sentir que todas las fuerzas del universo, se aliaban contra mi persona para que no pudiera levantar mis tiernas carnes del colchón. Daba igual si había dormido ocho o diez horas, tenía siempre sueño. Una vez conseguida la titánica tarea de levantarme y desayunar, me quedaban unos exiguos minutos que eran empleados para correr literalmente a clases, con ese regustillo desagradable a leche con Colacao recién levantada.

El otro gran superpoder para mi inocente mentalidad era y es el de tener un supercerebro. Tener la habilidad de memorización simplemente por contacto visual, que me permitiera ser más inteligente y saber más. Al principio lo deseaba porque mi lentitud para hacer las tareas de clase eran legendarias (más tarde descubriría que el meollo del problema, radicaba en falta de motivación que pudo solventarse con el tiempo y algo más de autocrítica, y con profesores que realmente lo eran de vocación); después porque creía y sigo creyendo, que me faltarán al menos cien vidas más para poder leer, aprender y conocer todo lo que nos rodea.

            Hace algún tiempo vimos en familia la película Lucy, encarnada por Scarlett Johanson. Al margen de análisis cinéfilos, en los que no voy a entrar, la película me dejó con ese regusto infantil de habilidades extraordinarias y el deseo por alcanzar la sabiduría universal. Lo cual conecta con la idea, también reflejada en el largometraje, de la inmortalidad, a través de la cual podríamos alcanzar un estado superior. Sin embargo, lo que nos caracteriza como humanos iría diluyéndose hasta ser inalcanzables, Dioses al fin y al cabo (lo cual daría para una disertación mucho más profunda y extensa sobre religión, que Mafalda me libre de ello).

            El mito creado posiblemente por Albert Einstein de que los humanos solo usamos el 10% de nuestra capacidad cerebral, ha sido refutado en múltiples ocasiones, quedando patente que simplemente nuestras neuronas podrían tener más rendimiento del que normalmente suelen tener con un entrenamiento adecuado. De hecho existen personas que así lo creen, neurocientíficos como Sarah Blakemore, que afirma que el desarrollo cerebral no llega hasta los 20, e incluso hasta los 30 años. Además existen evidencias de la plasticidad del cerebro humano, que con un entrenamiento y aprendizaje continuo se puede llegar a cambiar el mapa cerebral.

             Por tanto, he decidido no perder la esperanza, aunque haya científicos que se empeñen en negar poderes especiales como la telepatía, prefiero seguir con mi cándida esperanza de que algún día, uno de estos dos superpoderes pueda ser alcanzable, y si me apuras, la telepatía, ¿por qué no?, ¿por qué arruinar las ilusiones? De estas no se viven, pero si sé a pesar de mi ignorancia cerebral, que a veces son necesarias para vivir.

Hasta aquí, mis desvaríos de lunes. ¡Feliz semana!

Fuente: TuitCallejero.

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