sábado, 31 de enero de 2015

Ley de Murphy.

Caminaba rauda y veloz por las calles empedradas de la ciudad. Caía una lluvia fina, pero persistente. Ya le daba igual que el rimel se descorriera o que acabara calándose hasta los calcetines. Solo quería llegar a casa y terminar aquel día tan nefasto. Murphy, el de la Ley, había decidido pasarse por su vida desde bien temprano, y había querido dejar patente con más insistencia su presencia desde el mediodía hasta bien entrada la noche. Ahora solo quería darse una ducha caliente y meterse en la cama con un buen libro que la hiciera desconectar.

Entró en casa, se desvistió e inició su ritual particular de desconexión. El agua caliente le templó los nervios y los huesos. Cogió los calcetines y al desdoblarlos le entró un ataque de risa. Maldito Murphy, le había dejado un último regalo: calcetines desparejados, uno rojo y otro blanco. 

Que le dieran a Murphy y a su ley absurda, a ella siempre le gustó la originalidad. Se fue a la cama con una sonrisa, al fin había terminado el día.


Amor dormido. Baldassare Franceschini (1611-1689). Fuente: Wikimedia.

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