jueves, 29 de agosto de 2013

Plin y el dragón que venía del mar.

     En el poblado de Pillaricos vivía la pequeña y traviesa Plin. Plin era una pequeña habitante del Mundo Verdi-raruno, donde el sol es azul, los perros verdes y la hierba amarilla todo el año.

     Un día en que los dos soles multicolores alumbraban radiantes en el cielo, Plin decidió salir a buscar alimento para la cena de esa noche, pese a la escasez que estaban sufriendo en el poblado y en general en su pequeño Mundo. Cuando se disponía a salir de casa, se encontró con Pataplón, el gallo pedro con patas más sabio de todo el Mundo Verdi-raruno. 

     - ¿Dónde vas tan presurosa Plin? -le preguntó Pataplón algo distraído y con cara de preocupación.

     - Buscando mi cena. Ojalá abundaran las setas saltarinas, pero es casi imposible encontrarlas en estos días. ¿Le ocurre algo señor Pataplón? -preguntó preocupada la pequeña.

     - Eehhh... no, no, es solo que espero visita y viene con un poco de retraso, estoy preocupado por si se pudiera haber perdido en su largo trayecto hasta aquí.

     - ¿Perdido?, ¿acaso su invitado es un habitante de Pillaricos? -preguntó intrigada.

     -  En realidad sí y no, ¿recuerdas la historia que te conté la otra noche? 

     La cara de Plin se iluminó.

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     En los albores de la creación del Mundo Verdi-raruno, el Sumo Sumario que era un sabio que lo predecía todo, hasta los retortijones, soñó con la profecía que marcaría la historia de los habitantes del pequeño Mundo. 

     Vendrán días mustios y de escasez. Sin embargo, el día en que los dos soles multicolores alumbren en el cielo, vendrá al poblado Pillaricos una criatura que hará cambiar la suerte de sus habitantes. En su apestoso aliento estará la clave para devolver la fertilidad a la tierra. Las setas saltarinas y los saltamontes-pétalos volverán a encontrarse por doquier en el Mundo Verdi-raruno. Vendrá del mar, el cual tornara completamente verde. Esa será la señal esperada de que la criatura está por llegar.

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     La pequeña Plin y el señor Pataplón esperaban ahora en la orilla del mar. Había pasado ya una hora Verdi-raruna (que en tiempo humano se traduce en 10 laaaaaargos minutos), cuando vieron acercarse a un extraño ser de cuerpo alargado... ¡era un dragón, un dragón que venía del mar! El pobre venía dando tumbos y atolondrado, tanto era así, que acabó aturdido y moribundo en la orilla del mar.

     Plin se acercó para verificar que el dragón respiraba, pero para su disgusto, este le echó el exhabrupto más sonoro y apestoso que se recuerda en Pillaricos. No solo dejó a la pobre Plin verde como el mar, sino que devolvió la fertilidad al Mundo Verdi-raruno, y la pequeña Plin, ya respuesta del incidente, pudo cenar todos los días setas saltarinas.

Fotografía extraída y modificada parcialmente de changoonga. En realidad, se trata de un animal de unos cuatro metros encontrado en las playas de Villaricos, pedanía costera de Cuevas del Almanzora (Almería), el pasado 15 de agosto. Noticia aquí.

                                                          E. Capel  
Para la pequeña L, que aunque ponga los ojos en blanco debido a mis extravagancias, en el fondo le gustan tanto como a mí.

jueves, 22 de agosto de 2013

La leyenda 'granaína' del Gin Tonic.

     El viejo Mariano era un borrachuzo empedernido. No lo podía evitar, olía el alcohol en todas sus formas a varios kilómetros de distancia. Aquel día había amanecido un cielo poblado de nubes, pero para él era un día espléndido; el secretario del alcalde le había encargado un "trabajillo" relacionado con un asunto personal. Nada de sangre, solo tenía que "dar un aviso". Algo sencillo que le había reportado una para nada desdeñable cantidad de perras gordas, suficientes para perder el conocimiento a base de bebidas espirituosas varios días seguidos.

     Andaba Mariano pensando en su farra particular, sopesando con la mano izquierda su pequeño botín, cuando se encontró con Juanico el Cervecero con cara de pocos amigos, caminando con premura calle arriba. ¿Le debía dinero? No lo recordaba, por si acaso se ocultó en la primera esquina que encontró y torció en dirección a plaza Bib-Rambla.

     Decidió entonces dirigirse a la Calle Real de la Alhambra, a la casa-tarberna de "el Polinario". No es que encajara con la clientela tan selecta que el local ostentaba, pero él y Don Antonio, el propietario, habían sido compañeros en su más tierna infancia de juegos, por lo que hacía la vista gorda ante el desaliñado cliente, reservándole un rinconcito para sus borracheras solitarias.

     Descendió por la calle y divisó la Puerta del Vino, ironías habituales en esta ciudad añeja de viejas tradiciones, pensó con sonrisa pícara sobre su ciudad, Granada. Entró a la taberna donde Sorolla y Zuloaga se habían dejado caer también por allí. Inclinó la cabeza en señal de saludo y se dirigió a su particular santuario. El mismo Ángel Barrios se acercó a él en cuanto este se sentó.

     - Hola Angelillo, ¿quién es ese pollo que está ahí y nunca he visto? -preguntó Mariano.

     - Es un tal Juan Estrada, dice que es médico y que viene de las Américas. Lo cierto es que lleva ahí todo el día con la mirada perdida. ¿Que te pongo hoy?, ¿lo de siempre?

     - No, Angelillo. Hoy quiero algo más especial, llevo buenos "dineros" para gastar a gusto. Ponme ginebra, de esa que suele tomar el inglés cuando viene por aquí. - respondió Mariano cruzando las manos encima de la mesa.

     Cuando le sirvieron, su curiosidad ya era incontrolable y se acercó a la mesa de ese tal Juan Estrada.

     - Buenos días tenga. Soy Mariano el viejo, amiguísimo personal de Don Ángel.¿Qué hace un médico extraviado de las Filipinas por estos lares? -el mencionado, que parecía estar bajo los efectos de algún hechizo, de pronto lo miró a la cara, notablemente sorprendido por la inesperada interrupción de sus pensamientos.

     - Hoo...la. Soy Juan Estrada, de profesión médico, efectivamente. Veo que aquí los rumores corren raudos. Le ahorraré el interrogatorio. Fuí en busca de aventura y ganas de ver mundo a las Américas, pasé por las Filipinas y luego por la vieja y hermosa Cuba. Pero solo conseguí que mi joven esposa muriera de malaria sin poder hacer nada. Se me fue con la Parca en un suspiro. Ni siquiera las pastillas de quinina pudieron paliar la enfermedad. ¡Ah!, ¿de que me sirve ser médico sino pude salvar la vida de mi propia esposa? -exhaló un intenso suspiro, a la vez que el abatido doctor dejaba encima de la mesa un puñado de pastillas. Se levantó, pagó la cuenta y se marchó arrastrando los pies cabizbajo.

     Mariano, que esperó a que el apesadumbrado doctor saliera por la puerta, cogió una pastilla con una de sus sucias uñas y empezó a mordisquearla... puaj, no sabía bien, pero cosas peores había probado en su miserable vida. Se las echó al bolsillo con un rápido movimiento de mano, podían serles útiles en otro momento. No se dió cuenta de que una se coló sigilosa dentro de el vaso de ginebra.

     Volvió a su rincón. Le dió un trago a su vaso, pero aquello no sabía como la última vez. Al tercer "cacharro" ya se había dado cuenta de las "buenas migas" que hacían las pastillas de quinina y la ginebra juntas. 

     Al séptimo vaso de mejunje ya se encargaba de predicar a los cuatro vientos las bondades de la nueva mezcla, sacudiendo los sentidos y agitando el espíritu. Lo cierto es que cuando tomó conciencia de sí mismo, una semana después, la bebida de moda era un brebaje llamado Gin Tonic sospechosamente parecido a su Mezcla Mágica, como cariñosamente la terminó llamando.

     Años más tarde, circularía una leyenda que contaba que dicha bebida había sido inventada décadas atrás por unos oficiales británicos, mientras estos estaban destinados en la India. Pero a Mariano el Viejo de Granada, le gustaba pensar que él había sido el inventor de esta mezcla tan peculiar.

     
Calle Real de la Alhambra en la actualidad. Fotografía extraída del Flickr de ratamala.


E. Capel.


     
     







jueves, 15 de agosto de 2013

La pizpireta Robertita y el bueno de Don Seferino.

     Roberta era menuda y pizpireta, con ojos pequeños color avellana, labios finos y ánimo resuelto. Solía llevar vestidos con estampados extravagantes que encontraba en rastrillos de segunda mano. Todos eran diseños parecidos a los que las actrices de los años '50 llevaban, solo que los suyos eran más estridentes, pero le gustaba vestir así, se sentía femenina. 

     - Buenos días Don Seferino, hace un día maravilloso para ir al puente de la Curva Chica, encima del estanque a darle de comer a los patos, ¿no le parece? -ese día no se le escaparía. Solo se extrañó de no verle sin su inseparable y añeja chaqueta de piel marrón.

    Llevaba años enamoraba del bueno de Don Seferino, el párroco del pueblo. El primer flechazo fue de sus rosales, no había flores tan lustrosas como aquellas en toda la región; el siguiente chispazo fue de su buen hacer en las reuniones mensuales para ayudar a los más desfavorecidos; luego se proclamaría ferviente seguidora de sus discursos dominicales. Su fé se renovó por completo el día que lo vio montado en bicicleta en la plaza central, con sus cesta llena de frutas y verduras recién compradas y una sonrisa radiante en su cara curtida ya en arrugas. En un principio no fue fácil lidiar con su propia conciencia, se sentía una pecadora, como aquella que salía en la serie El pájaro Espino. El proceso de frustración no duró mucho, decidió que prefería arder en el infierno eternamente a cambio de solo dos minutos junto a él. Había sido siempre la solterona del pueblo debido a una madre excesivamente longeva y dictatorial, que hubiera preferido que su Robertita muriera virgen. Ya no quería esperar más a sentir el cosquilleo del amor, solo por el detalle de que él fuera el párroco del pueblo.

     - ¡Buenos días Roberta! -le respondió efusivamente el bueno de Seferino-, si que hace buen tiempo, sí. Si le apetece podemos pasar por el puente de la Curva Chica y ver a los patos de camino a la Iglesia, ahora mismo venía de hacer unos recados y volvía ya. Necesito una mano bondadosa como la suya para preparar las reuniones de beneficencia de este mes. ¿Qué le parece?

     - A mandar Don Seferino, no sería buena cristiana si no le ayudara -contestó la resuelta Robertita.

     Llegaron al puente, justo encima del estanque. Dos patos feos y decrépitos paseaban dentro. Roberta se agachó distraídamente para ver mejor a los animalajos, cuando resbaló y cayó estrepitosamente. El padre Seferino corrió a salvarla lanzándose en su ayuda, pero el vestido de vuelo de la susodicha decidió aquel día que se inflaría formando una sombrilla inversa con la dueña, la cual no paraba de boquear y gritar como una posesa. Cuando al fin consiguió llegar hasta ella y sujetarla con firmeza para que no se ahogara, casi se ahoga él cuando Robertita se lanzó a su cuello y le plantó el beso más sonoro y empalagoso que se recuerda. La cara de Seferino tornó blanca.

     No se sabe cómo pero llegaron a la orilla, en el mismo momento en que Don Seferino terminó de mudar el color de piel, al ver que allí se encontraba Pauline el carpintero, con cara de pocos amigos.

     - Vaya Seferino, no pierde usted el tiempo. Venía a buscarle porque se le ha olvidado la chaqueta en mi  casa pero ya veo que no le hace falta -seguidamente se dio la vuelta para marcharse. Pareciera que estaba molesto por algo.

     El bueno de Seferino salió corriendo tras él y la pizpireta Robertita se quedó plantada preguntándose que había pasado. Sin embargo, estaba feliz, ¡ese había sido su primer beso y nada podía estropearle ese momento tan embriagador! 

Fotograma de la serie El pájaro espino. Fotografía extraída de este blog.


E.Capel.
Dedicado a NP, para compensar mi oscurantismo de las últimas semanas y por todas las sonrisas que logra sacarme.

jueves, 8 de agosto de 2013

A las siete en punto.

     
Aviso: la autora no se responsabiliza de herir ciertas sensibilidades. No considero que esta sea una historia de terror, pero pongo esta advertencia para prevenir a menores de edad o gente que simplemente no está acostumbrada o no le gusta este tipo de relatos. Al resto, espero que os guste.







     La pequeña Muriel canturreaba distraída entre los rosales. Había estado toda la mañana persiguiendo mariquitas por el jardín cuando de pronto una mariposa la sorprendió con sus hermosas y coloridas alas. Ambas danzaban al unísono en un baile rítmico y cadencioso. Unos débiles rayos de sol acariciaban la carita sonrosada de la pequeña, cuando la mariposa se posó sobre sus cabellos rubios. Tanta armonía de pronto, se vio interrumpida:

         -¡Muriel! ¿Qué haces? Ya es tarde, entra en casa, ¡está a punto de anochecer! –gritó Ada acalorada desde el marco de la puerta principal.

     La pequeña se detuvo pensativa. Resopló. Su niñera nunca podía dejar que bailara con las mariposas, o que persiguiera algún animal salvaje, en realidad, nunca le dejaba hacer cosas divertidas sin que la interrumpiera.  Un pensamiento cruzó fugazmente por su cabecita.

     Entró en el gran caserón. Oscuro y lúgubre, había permanecido así durante siglos, imperturbable al paso del tiempo. Las manecillas del reloj marcaban un tiempo teñido desde hacía décadas de color sepia. Eran casi las siete.

     Muriel subió enérgica las escaleras, Ada la esperaba impaciente. Cuando alcanzó la segunda planta sabía que estaría desprevenida, solo tuvo que empujar con todas sus fuerzas, sabía que no lo esperaría. Un rayo de satisfacción cruzó su rostro al ver el maltrecho cuerpo de su nana, ya inerte rodar por las majestuosas escaleras. Pensó que quizá otro día intentaría hacerlo con un poco más de sangre… no, quizá no, ya lo había intentado antes y era demasiado aparatoso y no había resultado como esperaba. Esa era la forma más sencilla de acabar con Ada y tener el resto de la noche libre para hacer lo que quisiera. Entonces, el reloj de pared marcó las siete en punto con su pasividad habitual.




     PUM, PUM, PUM… un largo estruendo estremeció la casa y a Andrea. Ella había escuchado la historia del tío Daniel, pero nunca se la había creído del todo.

         - ¡Andrea! Vamos, va a anochecer, volvamos a casa. –la llamó su madre asomando la nariz por la puerta. Todos la esperaban ya metidos en el coche.

     Esa casa había pertenecido a unos primos lejanos de su madre, toda la familia había aprovechado aquel domingo para hacer un picnic al aire libre y visitar el antiguo caserón familiar, ahora abandonado. A pesar de llevar muchos años deshabitada, la casa se podía sentir agitada, muy viva y a su vez, moribunda.


     Cuando atravesó la puerta, el reloj de pared marcó las siete en punto, con su pasividad habitual, como lo había estado haciendo durante la última centuria. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando al pasar por el recibidor, le pareció ver el cuerpo inerte de una mujer adulta. Era un espejismo…y sin embargo, le pareció ver también a una sonriente niñita de cabellos dorados pasar a su lado al cerrar la puerta.

E. Capel.
Dedicado a mi querida señorita T.

La Mala Muerte (V). Fotografía de El PeuconQueso.

viernes, 2 de agosto de 2013

El verano más triste.

     El verano más triste se acercaba. Atrás quedaban los calurosos veranos en la orilla de la playa, los juegos infantiles y la despreocupación regada de un infinito sol. Tirando de sus recuerdos, nada hacía presagiar, que aquel sería el verano más triste que recordaría.

     Martha aun recordaba su sonrisa, su candidez en cada gesto, en cada palabra. Un día de finales de Julio, con cuarenta grados a la sombra en la calle, se levantó e inició su día, como todos los días. Que curiosa es la vida, cuanto más amargo es el trago que nos espera en el siguiente minuto, más apacibles y seguros nos sentimos en los momentos previos.


     Y llegó la noticia. Una tragedia no prevista, no sabían que había sucedido y bla, bla, bla. En definitiva, la muerte. Tan sola, tan oscura y tan definitiva. Después de eso, solo el duelo de la pérdida, así de amarga, espinosa y cruda, sin aderezos. Ya no tenía sentido esperar: esperar el trabajo de sus sueños, esperar a tener un mejor sitio donde vivir, esperar, esperar, esperar... Demasiado había esperado ya. Quizá el problema había sido esperar a que todo sucediera como "debía", como estaba previsto y dejar que el reloj marcara la hora impasible.


     Ya no esperaría más, pasaría su duelo, sí, pero no dejaría que la vida la rozara al pasar.

E. Capel


Hospital Henry Ford, 1932
Frida Kahlo
Óleo sobre metal
Colección Museo Dolores Olmedo
Copyright del Banco de México Fiduciario en el Fideicomiso relativo a los Museos Frida Kahlo y Diego Rivera.

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