Cienfuegos era un hombre enjuto y
redondo, alguacil del pueblo más remoto que se recuerda en aquella región tan
remota.
En aquel aislado lugar todo el mundo
se conocía por nombres, apellidos, motes y detalles escabrosos de su vida.
Desde el cura hasta las putas del lugar se conocían sus alegrías, pero sobre
todo por sus miserias, porque así somos los humanos.
Aquel pueblo tan remoto de aquella
región tan remota, se llamaba Cantarina, en honor a la cupletera Lola “la
Cantarina”, que salió de aquel lugar para hacerse famosa en la capital en los
años 20, cayendo en desgracia con su poderoso amante cuando fueron descubiertos
en actos de espionaje durante la Segunda Guerra Mundial. De aquello hacía ya mucho
tiempo, y nadie recordaba o quería recordar el maltrecho final de La Cantarina,
solo querían recordar lo bueno. Por ello, cambiaron el nombre antiguo: Barrizal
Viejo, por Cantarina y a otra cosa.
Los días avanzaban aparentemente
igual, con su mercado de los lunes, donde los vecinos se veían para tomar café
en el único bar del pueblo: El Pesaor, para ponerse al día de los últimos
devaneos del lugar, buenos o malos, y si eran escabrosos mejor, porque la vida
era demasiado gris para desechar un buen cotilleo. Eso sí, ante quien les
preguntara directamente, ellos jamás cotilleaban, afirmaban que era sólo simple
interés por el vecino, que ellos solo dedicaban palabras buenas y lustrosas para
lo ajeno.
Eso sí, había palabras prohibidas en
la remota Cantarina, por considerarse de mal gusto y negativas: no se decía
puta, se decía chica de compañía; no se decía tonto, se decía poco espabilado;
tampoco solía decirse violador, se decía aprovechado. Así era el carácter de
sus gentes, les gustaba de las buenas formas y modales. Pero no todo era lo que
parecía dentro de sus casas. Quien más quien menos escondía miserias que creían
tener bajo la alfombra, ocultas del vecino y los chismes ajenos, pero la
realidad era bien distinta, los mentideros del pueblo eran implacables para
todos, ni Cienfuegos, persona justa y conocida por todos que hasta ese momento
había quedado indemne de comentarios y malicias, se libró de ser objeto de
habladurías finalmente.
Y es que se decía, se comentaba en
Cantarina que había engañado a su cuñado Jacinto. Jacinto, casado con la
hermana de Cienfuegos, era el gobernador de aquel remoto lugar, elegido
democráticamente por todos los vecinos. Muchos años había regido la difícil
burocracia del municipio. Pero en un momento dado, no quiso ayudar a su cuñado Cienfuegos cuando este quedo en
la bancarrota por culpa de su alcoholismo, desde siempre conocido en el pueblo,
pero tomado como un mal menor, pues era educado el hombre. Al fin y al cabo,
ostentaba un trabajo digno y su cuñado era gobernador, razón de más para
tomarlo por buen vecino y mejor persona. Pero como de tonto, perdón, de poco
espabilado no tenía un pelo, decidió atajar su peliaguda situación prometiendo a la gente a
cambio de buenos caudales, ayudarles con sus cosas. Prometió que cuando Jacinto volviera de viaje por la celebración del Aniversario de Plata con su esposa, intercedería por todos ellos. Cienfuegos repartió así falsos permisos de construcción, de
obras, de casamiento… a más de la mitad del pueblo.
Para cuando llegó Jacinto de su
viaje, su cuñado ya había marchado a la capital, con la certeza de salir
indemne de aquellos trapicheos. Pero la justicia lo encontró y lo quiso juzgar.
Fue entonces cuando los habitantes de Cantarina que se sentían cómplices con
sus sobornos del castigo de Cienfuegos, decidieron protestar ante Gobernación
para que éste no fuera a la cárcel. Hicieron entre todos
la colecta necesaria para la fianza. Todos se sentían en Cantarina orgullosos
porque un paisano suyo no fuera a ir a parar con sus huesos entre rejas; hasta que se enteraron de que
por falta de pruebas el antiguo alguacil había salido absuelto y que la
supuesta fianza en realidad había sido otra de las tretas de Cienfuegos, que se
embolsó el dinero y desapareció a un país caribeño con mulatas de hermosas
delanteras y mejores glúteos.
Todos en Cantarina quedaron estupefactos,
pero nadie dijo nada ni en El Pesaor el día de mercado, ni en los corrillos que
se formaban a las puertas de la Iglesia el domingo, ni en ningún otro lugar,
porque todos se sintieron engañados, pero como era algo malo y mezquino y
estaba mal visto, todos decidieron no decir nada.
La leyenda dice que mientras
Cienfuegos subía al avión destino del mencionado lugar paradisíaco dijo estas
palabras entre sonoras risotadas:
“Si los tontos volaran, el cielo no
se vería”.
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