viernes, 13 de junio de 2014

La Intrusa.

        La amplia habitación se encontraba al fondo del pasillo con la puerta entreabierta. Por los grandes ventanales de la estancia, entraba una brisa de finales de septiembre. Se escuchaba una nana muy tenue mientras la pequeña Muriel peinaba a una de sus muñecas. Era su predilecta, a la que llamaba Mina, para ella la más linda, la que siempre vestía con el vestido más primoroso.

         Crack, crack. Sonó la cabeza de la pequeña Mina al romperse entre los deditos firmes de Muriel. Sabía que mañana volvería a tener la cabeza en su sitio, ella lo haría posible, pero ahora debía encargarse de la nueva Intrusa.

      La Intrusa había llegado para quedarse tres días atrás. El primer día su inesperada llegada cogió a la pequeña por sorpresa. Al siguiente día empezó a entorpecer su rutina diaria. Y al tercer día se había apoderado de toda la casa, arrinconando a la pequeña en su habitación, acompañada por sus muñecas presididas por la hermosa Mina.

          La intrusa acostumbraba a dormir una pequeña siesta debajo de las parras del jardín trasero, en un gran sillón de mimbre, protegido por un mullido cojín que mecía y abrazaba a todo aquel que se reclinara en él.

     La puerta del porche se abrió y se cerró sigilosamente. Unos pequeños pasos se dibujaron en la tierra húmeda de la noche anterior. Los sonidos de la naturaleza dejaron de oírse, contenían la respiración. De pronto, se empezó a escuchar el sutil tarareo de una nana y la Intrusa, aún con los ojos cerrados e inmersa en un profundo sueño, se levantó guiada por una fuerza invisible.

         Uno, dos, tres, cuatro, cinco… pocos pasos quedaban ya para llegar al estanque de los patos. 

   Silencio. La naturaleza, el tarareo de la nana, la Intrusa y Muriel… todos en suspenso. De pronto su cuerpo rígido cayó de frente dentro del estanque. Abrió los ojos y la boca con desesperación por última vez, pero la joven niñera solo alcanzó a ver a Muriel con una radiante sonrisa de satisfacción en su rostro.

Eva Capel




Este galapaguito
no tiene mare.
lo parió una gitana,
lo echó a la calle.

Este niño chiquito
no tiene cuna:
su padre es carpintero
y le hará una

Nana de Sevilla. 
Federico García Lorca y La Argentinita.


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