jueves, 31 de octubre de 2013

La muerte entre las manos por Joaquín Zambrano González.


Joaquín Zambrano González
Licenciado en Historia del Arte

     Pepito era singular, pues tenía la tez blanca. Bajito, tímido y casi nunca se le había visto por el pueblo. Era nuevo en esta ciudad, a nadie le había contado que llevaba en sus pequeñas espaldas más de mil mudanzas. Se sentía cada vez más pequeño en este gran universo.  Pero esta vez, parecía que todo sería distinto. El sol brillaba con más fuerza, pues estaba a punto de comenzar la primavera. La explosión de tonalidades se hacía presente en los jardines de las casas aledañas. 

     Esa mañana, tomó su pequeña mochila se la colgó y fue directo a la cocina. Su padre tomaba el café, mientras sujetaba  el periódico. Su madre, tenia puesto el delantal de volantes que tan tiernamente había cosido su abuela, y estaba realizando las tostadas. Bajo la mirada, mientras punteaba con sus zapatos el suelo, se sintió nuevamente más pequeñito. Una leve voz salió de sus labios, y pronunció un adiós tan bajo, que pareció más un suspiro.

     Llegó al cole, se sentó en el mismo banco de madera de siempre. Colocó sus libros sobre su pupitre, sacó su bolígrafo y abrió su cuaderno. En la esquina superior empezó a hacer pequeños círculos concéntricos, a modo de greca. Mientras sus compañeros se iban acomodando poco a poco en sus asientos. A los cinco minutos la maestra, joven y hermosa entró en la clase. Ese día tocaba hablar de las partes de una flor, y cuál era su reproducción. Hecho que le encantaba a todos los niños, porque encontraban todos los campos llenos de flores tan coloridas y bonitas, además de cautivarlos con los olores.  Maite, la profesora, les dijo a sus alumnos que dentro de dos días saldrían al campo para poner en práctica todo lo que estaban aprendiendo en clase.

     Finalmente sonó el timbre, lo que daba paso al tiempo del descanso. Los niños y niñas salieron rápidamente al patio para jugar al balón, correr y pillarse entre ellos, etc. El se quedó sentado en su banco, Maite no se había percatado de su presencia en el aula. Cuando iba a salir, vio que alguien no había abandonado el aula, por eso se giró y le preguntó: ¿Pepito porque no sales al patio?. El siguió con la cabeza agachada y no musitó palabra alguna. Maite se quedó sorprendida, era la primera vez que le pasaba algo así. Se quedó bloqueada y no supo reaccionar. En ese momento por la puerta pasaba la profesora de la clase de al lado. Le llamó la atención y juntas salieron del aula.

     Aquella mañana parecía que todo se había acabado para Pepito, se sentía más triste de lo normal, ya no tenía ganas de elegir el camino que le llevaría a casa, de tomar la cera para colorear la imagen que le habían puesto delante del pupitre en plástica, ya no sentía el aire primaveral en sus mejillas. Pero en ese instante, se levantó, se dirigió hacia el patio, porque el olor de algo nuevo, fresco, dulce lo había atrapado. Abrió la puerta, vio como el sol brillaba fuertemente sobre los cabellos de aquellos niños y niñas, los columpios se mecían al compás de los cantos, risas, pataletas de muchos de ellos y ellas.

     Se dirigió casi sin rumbo marcado, cual silueta serpentosa hacia la sombra de aquel árbol grande, fresco y acogedor. No tenía frutos, a pesar de estar en primavera. Pero su imponente sombra parecían unos grandes brazos que acogían a todo aquel que buscara consuelo. Llegó hasta él, se sentó y posó su pequeña espalda en el tronco recto y marrón. Cerró los ojos, y inspiró con todas sus fuerzas, abrió al máximo sus sentidos para escuchar lo que la naturaleza de su alrededor le ofrecía. No se había percatado que al otro extremo de ese árbol, había una pequeña niña con el pelo suelto y falda larga sentada.

     Ella pequeña, sensible, atemorizada por la vida, se sentó aquel día bajo la sombra del árbol gigante. Se sentía segura, dejaba todo lo que había vivido en su vida a un lado, ahora era ella. Se sentía fuerte, como las raíces de aquel maravilloso árbol, ahora notaba la fuerza para seguir hacia adelante. Entonces es cuando se dio cuenta que a sus espalda estaba un chico. Parecía frágil, atemorizado. En ese momento, se aclaró su voz tímida, y con la seguridad de la sombra le habló.

     Cuantos años habían pasado desde aquel encuentro bajo la prominente sombra. Cuantos pasos había dado junto a aquel niño tímido, con ojos grandes. Cuantos cuentos de princesas habían vivido juntos, pero no llegaron nunca al final por miedo a que terminaran. Hoy, todo era  palabras cargadas de emoción la que sintió, sabía que había sido su peor error. La elección de que viera su compañero del alma, su pérdida, su derrota ante la vida. La culpa era suya por haberlo querido de más, ahora sentiría aún más dolor no físico sino el dolor del corazón. Como iba a contarle a su compañero de batallas aquel duro golpe de la vida, su enfermedad.

     Aunque estuvo varios días dándole vueltas en su mente sobre que realizar, eligió no decir nada y vivir el tiempo que le quedara junto a él. Viviendo todas las emociones posibles, viviendo la naturaleza como cuando tenían ocho años. Sintiéndose cómplice de un juego que había comenzado antes, y que ahora era difícil de parar. No quería verlo asustado, miedoso y que su preocupación llenara su vida de amargas lágrimas.

     Como cada tarde, cuando caía el sol tras la montaña, llegaba a casa con un precioso regalo; su sonrisa. Sabía que tras la puerta estaba una de las personas que más quería, su compañero. Aunque supusiera un gran esfuerzo mantener una sonrisa sincera, pues había sido un hábil aventurero y descifraba con facilidad cualquier misterio que se le ponía delante. Pero ese día no sería distinto, lo conseguiría una vez más. Así fue, abrió la puerta, sintió el calor del hogar, se descalzó y fue hacia la cocina. Allí de espaldas estaba el, a pesar de su aspecto desaliñado (barba de unos tres días, pelo semi largo que le caiga grácilmente sobre la cara, camisa de cuadros abierta y debajo una camiseta de color liso, tipo serrados americano), se encontraba cocinando. Pues ella no había caído, pero hacia unos veinticuatro años que se habían visto por primera vez.

     Levantó la mirada, la vio con ese vestido tan colorido que tanto le gustaba, la sonrisa puesta y los ojos marrones tan expresivos. No dijo nada, dejo la cuchara de madera sobre la encimera de la cocina y fue hacia ella tan lentamente que pareció pasar años. Pero una vez que llegó a ponerse frente a ella, suspiro y le dio el más dulce de los besos. Así selló la promesa que se habían realizado hace unos años atrás, donde se juraron cuidar el uno del otro en nombre del amor eterno. 

    Aquella noche sus cuerpos esbeltos, esculpidos por dioses se retorcían lodo, en piel unida en una, sus pieles rosadas se estremecían, chocaban y hacían titilar las campanas de la libertad. Todo en aquella habitación  tornaba en actos desenfrenados, experiencias místicas y colores por todos los rincones. Nunca hubo mayor complicidad, pues era el acto más puro y humano. Dejaba de ser un fenómeno sexual para convertirse en el acto de compartir lo más sagrado y puro; sus propias esencias.

   Aquella noche la lluvia golpeaba el cristal débil, pues era la caricia del agua a la naturaleza. Ella cerró nuevamente los ojos, imaginando las acciones que llevaba el mundo a cabo en ese preciso momento. Como una señora salía corriendo por la calle para no mojarse el peinado, como los niños en algún lugar saltaban sobre los charcos, los amantes indiscretos reían bajo la lluvia terminando en un gran abrazo y beso fundidos. De esa manera cerraba los ojos, cayendo en manos de Tánatos, el genio del sueño. No sabía cuánto tiempo aguantaría mas, pero estaba claro que no desperdiciaba ningún minuto de su vida.

     La vi partir, sus ojos se cerraron lentamente. Y su grito interno se hizo cada vez más profundo, su alma desgarrada lo hacía presente. No sabía si le había mostrado el amor todas las mañanas en los que se habían levantado, no sabía si ella se había llevado lo mejor. Las noches en que solamente le reconfortaba su voz, ya no sabía nada. Volvía a ese vacío y silencio. A partir de ahora, de esta ausencia, no sabía cuál sería su camino. Ahora, ahora…. Ahora había descubierto el amor. 

     Su compañera del alma, se había marchitado poco a poco. Ya no volvería a tomarle la mano, a despertase junto a él cada mañana, a saborear los tragos amargos del café, a reír cuando veían a la vecina pasear con su rebaño de cerditos rosas.  Pero no era el momento de marchitarse, ella nunca lo hubiera hecho. Por eso, decidió engalanarla con aquel precioso vestido floreado, que le hacia una gran figura, le puso su mejor sombrero. A pesar de sus facciones estaban consumidas por el tiempo, la vio tan maravillosa como el primer día. Sonrió, notó el brillo del sol calentando todos los músculos, desplegaba una sensación de magia en cada uno de los rincones de su cuerpo.  

     Después de besarle en la mejilla, la lagrima se derramó suavemente por mi cara, un suspiro de ausencia y adiós, fueron las palabras de mi labios mordidos por el tiempo lo que sonó: Te voy a recordar así, tal como eres, inolvidable como es tu mirar. Siempre viva en mi… desde este mundo te diré te quise, quiero y siempre querré…

     Ahora tocó su turno, prepararse para su compañera, para cerrar los ojos y volver a imaginarla como aquel día bajo la sombra del árbol majestuoso. Se colocó la corbata negra, se meció el mechón de pelo que le caía, y se ajustó la chaqueta. Estaba preparado, para volver a aquel lugar que en un día futuro los volvería a unir. Cogió su pequeño bolso, se lo colgó y cerró el apartamento con los miles de recuerdos que había dentro. Tomó el coche dirección a su antiguo colegio, dirección a aquella sombra majestuosa, bajo aquel dosel de ramas que brotaban con fuerza símbolo de la llegada del verano.  Se puso delante de él, y mientras echaba su mente en blanco tratando de recordar todos los acontecimientos vividos en aquel lugar y momento, no se dio cuenta que bajo la hierba nacía delicadamente una margarita.

     Volvió en sí, convencido de que era un persona completa y totalmente nueva gracias a aquella pequeña chiquilla. Se dirigió hacia el cementerio, buscando un hueco en el que unirse de nuevo a su amada. Allí lo encontró el frío mármol que cubría a la que había sido la esperanza de su vida. Pero tras pasar los dedos por la inscripción, el suave beso de amor encerrado entre aquellas laderas de tierra, el dulce guiño de su compañera del alma se hizo presente. Volvió la lágrima a su mejilla mientras recorría con sus ojos la lápida, donde rezaba la siguiente frase: A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd…


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