Joaquín Zambrano González
Licenciado en Historia del Arte
Pepito era singular, pues tenía
la tez blanca. Bajito, tímido y casi nunca se le había visto por el pueblo. Era
nuevo en esta ciudad, a nadie le había contado que llevaba en sus pequeñas
espaldas más de mil mudanzas. Se sentía cada vez más pequeño en este gran
universo. Pero esta vez, parecía que
todo sería distinto. El sol brillaba con más fuerza, pues estaba a punto de
comenzar la primavera. La explosión de tonalidades se hacía presente en los
jardines de las casas aledañas.
Esa mañana, tomó su pequeña
mochila se la colgó y fue directo a la cocina. Su padre tomaba el café,
mientras sujetaba el periódico. Su
madre, tenia puesto el delantal de volantes que tan tiernamente había cosido su
abuela, y estaba realizando las tostadas. Bajo la mirada, mientras punteaba con
sus zapatos el suelo, se sintió nuevamente más pequeñito. Una leve voz salió de
sus labios, y pronunció un adiós tan bajo, que pareció más un suspiro.
Llegó al cole, se sentó en el
mismo banco de madera de siempre. Colocó sus libros sobre su pupitre, sacó su
bolígrafo y abrió su cuaderno. En la esquina superior empezó a hacer pequeños
círculos concéntricos, a modo de greca. Mientras sus compañeros se iban
acomodando poco a poco en sus asientos. A los cinco minutos la maestra, joven y
hermosa entró en la clase. Ese día tocaba hablar de las partes de una flor, y
cuál era su reproducción. Hecho que le encantaba a todos los niños, porque
encontraban todos los campos llenos de flores tan coloridas y bonitas, además
de cautivarlos con los olores. Maite, la
profesora, les dijo a sus alumnos que dentro de dos días saldrían al campo para
poner en práctica todo lo que estaban aprendiendo en clase.
Finalmente sonó el timbre, lo que
daba paso al tiempo del descanso. Los niños y niñas salieron rápidamente al
patio para jugar al balón, correr y pillarse entre ellos, etc. El se quedó
sentado en su banco, Maite no se había percatado de su presencia en el aula.
Cuando iba a salir, vio que alguien no había abandonado el aula, por eso se
giró y le preguntó: ¿Pepito porque no sales al patio?. El siguió con la cabeza
agachada y no musitó palabra alguna. Maite se quedó sorprendida, era la primera
vez que le pasaba algo así. Se quedó bloqueada y no supo reaccionar. En ese
momento por la puerta pasaba la profesora de la clase de al lado. Le llamó la
atención y juntas salieron del aula.
Aquella mañana parecía que todo
se había acabado para Pepito, se sentía más triste de lo normal, ya no tenía
ganas de elegir el camino que le llevaría a casa, de tomar la cera para colorear
la imagen que le habían puesto delante del pupitre en plástica, ya no sentía el
aire primaveral en sus mejillas. Pero en ese instante, se levantó, se dirigió
hacia el patio, porque el olor de algo nuevo, fresco, dulce lo había atrapado.
Abrió la puerta, vio como el sol brillaba fuertemente sobre los cabellos de
aquellos niños y niñas, los columpios se mecían al compás de los cantos, risas,
pataletas de muchos de ellos y ellas.
Se dirigió casi sin rumbo
marcado, cual silueta serpentosa hacia la sombra de aquel árbol grande, fresco
y acogedor. No tenía frutos, a pesar de estar en primavera. Pero su imponente
sombra parecían unos grandes brazos que acogían a todo aquel que buscara
consuelo. Llegó hasta él, se sentó y posó su pequeña espalda en el tronco recto
y marrón. Cerró los ojos, y inspiró con todas sus fuerzas, abrió al máximo sus
sentidos para escuchar lo que la naturaleza de su alrededor le ofrecía. No se
había percatado que al otro extremo de ese árbol, había una pequeña niña con el
pelo suelto y falda larga sentada.
Ella pequeña, sensible,
atemorizada por la vida, se sentó aquel día bajo la sombra del árbol gigante.
Se sentía segura, dejaba todo lo que había vivido en su vida a un lado, ahora
era ella. Se sentía fuerte, como las raíces de aquel maravilloso árbol, ahora
notaba la fuerza para seguir hacia adelante. Entonces es cuando se dio cuenta
que a sus espalda estaba un chico. Parecía frágil, atemorizado. En ese momento,
se aclaró su voz tímida, y con la seguridad de la sombra le habló.
Cuantos años habían pasado desde
aquel encuentro bajo la prominente sombra. Cuantos pasos había dado junto a
aquel niño tímido, con ojos grandes. Cuantos cuentos de princesas habían vivido
juntos, pero no llegaron nunca al final por miedo a que terminaran. Hoy, todo
era palabras cargadas de emoción la que
sintió, sabía que había sido su peor error. La elección de que viera su
compañero del alma, su pérdida, su derrota ante la vida. La culpa era suya por
haberlo querido de más, ahora sentiría aún más dolor no físico sino el dolor
del corazón. Como iba a contarle a su compañero de batallas aquel duro golpe de
la vida, su enfermedad.
Aunque estuvo varios días dándole
vueltas en su mente sobre que realizar, eligió no decir nada y vivir el tiempo
que le quedara junto a él. Viviendo todas las emociones posibles, viviendo la
naturaleza como cuando tenían ocho años. Sintiéndose cómplice de un juego que
había comenzado antes, y que ahora era difícil de parar. No quería verlo
asustado, miedoso y que su preocupación llenara su vida de amargas lágrimas.
Como cada tarde, cuando caía el
sol tras la montaña, llegaba a casa con un precioso regalo; su sonrisa. Sabía
que tras la puerta estaba una de las personas que más quería, su compañero.
Aunque supusiera un gran esfuerzo mantener una sonrisa sincera, pues había sido
un hábil aventurero y descifraba con facilidad cualquier misterio que se le
ponía delante. Pero ese día no sería distinto, lo conseguiría una vez más. Así
fue, abrió la puerta, sintió el calor del hogar, se descalzó y fue hacia la
cocina. Allí de espaldas estaba el, a pesar de su aspecto desaliñado (barba de
unos tres días, pelo semi largo que le caiga grácilmente sobre la cara, camisa
de cuadros abierta y debajo una camiseta de color liso, tipo serrados
americano), se encontraba cocinando. Pues ella no había caído, pero hacia unos
veinticuatro años que se habían visto por primera vez.
Levantó la mirada, la vio con ese
vestido tan colorido que tanto le gustaba, la sonrisa puesta y los ojos
marrones tan expresivos. No dijo nada, dejo la cuchara de madera sobre la
encimera de la cocina y fue hacia ella tan lentamente que pareció pasar años.
Pero una vez que llegó a ponerse frente a ella, suspiro y le dio el más dulce
de los besos. Así selló la promesa que se habían realizado hace unos años
atrás, donde se juraron cuidar el uno del otro en nombre del amor eterno.
Aquella noche sus cuerpos
esbeltos, esculpidos por dioses se retorcían lodo, en piel unida en una, sus
pieles rosadas se estremecían, chocaban y hacían titilar las campanas de la
libertad. Todo en aquella habitación tornaba en actos desenfrenados,
experiencias místicas y colores por todos los rincones. Nunca hubo mayor
complicidad, pues era el acto más puro y humano. Dejaba de ser un fenómeno
sexual para convertirse en el acto de compartir lo más sagrado y puro; sus
propias esencias.
Aquella noche la lluvia golpeaba
el cristal débil, pues era la caricia del agua a la naturaleza. Ella cerró
nuevamente los ojos, imaginando las acciones que llevaba el mundo a cabo en ese
preciso momento. Como una señora salía corriendo por la calle para no mojarse
el peinado, como los niños en algún lugar saltaban sobre los charcos, los
amantes indiscretos reían bajo la lluvia terminando en un gran abrazo y beso
fundidos. De esa manera cerraba los ojos, cayendo en manos de Tánatos, el genio
del sueño. No sabía cuánto tiempo aguantaría mas, pero estaba claro que no
desperdiciaba ningún minuto de su vida.
La vi partir, sus ojos se
cerraron lentamente. Y su grito interno se hizo cada vez más profundo, su alma
desgarrada lo hacía presente. No sabía si le había mostrado el amor todas las
mañanas en los que se habían levantado, no sabía si ella se había llevado lo
mejor. Las noches en que solamente le reconfortaba su voz, ya no sabía nada.
Volvía a ese vacío y silencio. A partir de ahora, de esta ausencia, no sabía
cuál sería su camino. Ahora, ahora…. Ahora había descubierto el amor.
Después de besarle en la mejilla,
la lagrima se derramó suavemente por mi cara, un suspiro de ausencia y adiós,
fueron las palabras de mi labios mordidos por el tiempo lo que sonó: Te voy a
recordar así, tal como eres, inolvidable como es tu mirar. Siempre viva en mi…
desde este mundo te diré te quise, quiero y siempre querré…
Ahora tocó su turno, prepararse
para su compañera, para cerrar los ojos y volver a imaginarla como aquel día
bajo la sombra del árbol majestuoso. Se colocó la corbata negra, se meció el
mechón de pelo que le caía, y se ajustó la chaqueta. Estaba preparado, para
volver a aquel lugar que en un día futuro los volvería a unir. Cogió su pequeño
bolso, se lo colgó y cerró el apartamento con los miles de recuerdos que había
dentro. Tomó el coche dirección a su antiguo colegio, dirección a aquella
sombra majestuosa, bajo aquel dosel de ramas que brotaban con fuerza símbolo de
la llegada del verano. Se puso delante
de él, y mientras echaba su mente en blanco tratando de recordar todos los
acontecimientos vividos en aquel lugar y momento, no se dio cuenta que bajo la
hierba nacía delicadamente una margarita.
Volvió en sí, convencido de que
era un persona completa y totalmente nueva gracias a aquella pequeña chiquilla.
Se dirigió hacia el cementerio, buscando un hueco en el que unirse de nuevo a
su amada. Allí lo encontró el frío mármol que cubría a la que había sido la
esperanza de su vida. Pero tras pasar los dedos por la inscripción, el suave
beso de amor encerrado entre aquellas laderas de tierra, el dulce guiño de su
compañera del alma se hizo presente. Volvió la lágrima a su mejilla mientras
recorría con sus ojos la lápida, donde rezaba la siguiente frase: A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo,
dos corazones en un mismo ataúd…
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