Gabino la
vió venir de frente. La nuez de Adán temblaba titubeante ante el respirar
agitado de su dueño. Ella venía de frente, y como siempre, no sabía qué hacer
ni cómo actuar.
Llevaba
tiempo temiendo este momento. Hacía ya semanas que evitaba pasar por delante de
su casa o alrededores porque sabía que se encontraría con Valentina, la de cabellos
ondulantes color miel, siempre con esos andares tan pizpiretos. Pero su
expresión cambiaba al verle a él, era pura química decía su amigo Alberto, un
proyecto de científico loco que no había querido/sabido salir de aquel pueblo
donde los veranos a la sombra marcaban 46 grados, y podían llevarte a una
lipotimia inmediata.
Ya era tarde
para darse la vuelta, así que decidió que esta vez no saldría corriendo, pues nadie
le libraría después de la posterior mofa que recorrería el pueblo desde su
fuente hasta el ambulatorio médico que se encontraba a las afueras del mismo,
como había sucedido la última vez que se habían encontrado. En esta ocasión se
plantaría de frente, sin mover un músculo y esperaría a que ella tomara la
iniciativa y después, que Dios dispusiera.
De esta
manera con su firme determinación como único compañero, Gabino se paró en mitad
de la acera. El tiempo, el aire y todo alrededor se congeló pese a ser agosto;
hasta que una lengua babosa y un rabo peludo le asaltaron encima, derribándolo
y eliminando de un plumazo el miedo irracional y atroz que había tenido durante
meses a esa perrita pekinesa llamada Valentina, compañera de vida de la bien
querida anciana Marcelina.
Fuente: aquí. |
E. Capel
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