La amplia habitación se encontraba al fondo del pasillo con
la puerta entreabierta. Por los grandes ventanales de la estancia, entraba una
brisa de finales de septiembre. Se escuchaba una nana muy tenue mientras la
pequeña Muriel peinaba a una de sus muñecas. Era su predilecta, a la que llamaba Mina,
para ella la más linda, la que siempre vestía con el vestido más primoroso.
Crack, crack. Sonó
la cabeza de la pequeña Mina al romperse entre los deditos firmes de Muriel.
Sabía que mañana volvería a tener la cabeza en su sitio, ella lo haría posible,
pero ahora debía encargarse de la nueva Intrusa.
La Intrusa había llegado para
quedarse tres días atrás. El primer día su inesperada llegada cogió a la
pequeña por sorpresa. Al siguiente día empezó a entorpecer su rutina diaria. Y
al tercer día se había apoderado de toda la casa, arrinconando a la pequeña en su
habitación, acompañada por sus muñecas presididas por la hermosa Mina.
La intrusa acostumbraba a dormir una
pequeña siesta debajo de las parras del jardín trasero, en un gran sillón de
mimbre, protegido por un mullido cojín que mecía y abrazaba a todo aquel que se
reclinara en él.
La puerta del porche se abrió y se
cerró sigilosamente. Unos pequeños pasos se dibujaron en la tierra húmeda de la
noche anterior. Los sonidos de la naturaleza dejaron de oírse, contenían la
respiración. De pronto, se empezó a escuchar el sutil tarareo de una nana y la
Intrusa, aún con los ojos cerrados e inmersa en un profundo sueño, se levantó
guiada por una fuerza invisible.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco… pocos
pasos quedaban ya para llegar al estanque de los patos.
Eva Capel
Este
galapaguito
no tiene
mare.
lo parió una
gitana,
lo echó a la
calle.
Este niño
chiquito
no tiene
cuna:
su padre es
carpintero
y le hará una
Nana de Sevilla.
Federico García Lorca y La
Argentinita.